Vivimos quizás uno de los capítulos más oscuros de nuestras vidas. Estamos pasando por cosas que creíamos propias del pasado, de los libros de historia, de aquellos siglos en los que los pocos que estaban sanos transportaban carros llenos cadáveres por las calles infectas de basura, ratas, sangre, orina y heces. De un día para otro todo lo que dábamos por sentado, todo lo que creíamos «seguro» se ha esfumado, se ha evaporado y en un abrir y cerrar de ojos, en apenas unas horas el mundo se quedó vacío… Y respiró. La Madre Tierra se sacude las pulgas, se regenera a una velocidad inusitada y la naturaleza reclama lo que es suyo.
Mientras, nosotros vivimos enjaulados. Unos mejor, otros peor, unos con balcón, otros con jardín y otros como es mi caso, en un pequeño piso interior al que no entra luz. Es tiempo de reflexionar. Es tiempo de comprender que da igual quien seas, como te llames o el dinero que tengas. El virus decide, no tú, ni la corte de médicos que te pueda rodear. Y eso es aterrador. El hombre moderno, ese que inventó el coche, los ordenadores, internet y ha sido capaz de salir de la Tierra, ha perdido el control y lo ha perdido contra un ser invisible, minúsculo… Como los aliens en La Guerra de los Mundos. Pero más aterrador aún es pensar en los nuestros, el miedo a que enfermen. Al menos a mi, ese miedo me consume.
Es tiempo de pensar en quienes fuimos, quienes somos y quienes seremos cuando todo esto pase. ¿Habremos aprendido algo?, ¿Seremos el mismo ser humano miserable, envidioso, codicioso y destructivo que éramos hace solo unas semanas?… La mayoría sí. Es así, siento romper el romanticismo. El escorpión pica porque es un escorpión… Pero seguro que una gran minoría habrá aprendido la lección, una lección de vida, de lo ínfimos que somos comparados con el poder de la naturaleza.
Durante estos días, muchos se habrán acordado de todos aquellos frikis de los cuales se reían en el colegio y que ahora son los científicos que tienen en sus manos salvar nuestras vidas. Todas esas personas a las que alguna vez han mirado por encima del hombro, son esas cajeras, esos repartidores, camioneros o reponedores que ahora nos permiten con su esfuerzo y sacrificio seguir teniendo alimentos frescos cuando salimos a comprar. Esas personas, esas que entiendan que la humildad y el respeto son lo que nos debería definir, esos habrán aprendido la lección que todo esto nos quiere dar.
A veces me despierto y me cuesta mucho esfuerzo ser consciente de esta realidad, como si estuviera dentro de un mal sueño o en un espantoso capítulo de Black Mirror. Desayuno pensando en algunos de mis amigos que murieron, que se quedaron en el camino pero siguen presentes en mi corazón. ¿Qué habrían hecho ellos?, ¿Cómo lo habrían afrontado?. Imagino nuestras conversaciones y luego pienso irremediablemente en todas las personas que sí están y a las que no puedo ver, porque esto no deja de ser un pequeño ensayo de pérdidas. Y aunque esté un poco saturado de la sobre comunicación, de todas esas personas que nunca te hablan y de repente te invitan a mil videollamadas y sesiones online de los más variopinto, reconozco que la comunicación es nuestra tabla de salvación en estos días. Pese a que toda esta vorágine me recuerde a esos vecinos que solo te saludan en Navidad, reconozco que me gusta recibir esas llamadas, aunque me cuesta, pero yo siempre fui así.
Volverán los niños a llenar los parques de risas, juegos, gritos y vida. Volverán los ancianos a su paseo matutino. Volverán las prisas, las citas, el estrés. Volveremos todos a la vida diaria, pero ya nada será igual. Ya nunca nada volverá a ser igual. Este golpe dejará cicatriz, en unos más que en otros, algunas de esas cicatrices sangrarán algún tiempo. El distanciamiento social será una realidad presente en nuestras vidas durante muchos años. El miedo a qué puede tener esa persona que tienes al lado, qué puede contagiarte. Esa desconfianza será una realidad, pese a la «normalidad».
Volveremos a salir de noche, a los bares, volveremos a subestimar el poder de una llamada. Volveremos a valorar lo material por encima de lo místico o de nuestra propia salud. Esos niños de los parques apenas recordarán esto como un extraño sueño de su infancia, se sentirán privilegiados de formar parte de uno de los capítulos más difíciles de la humanidad y le contarán a sus hijos «yo con tu edad viví la pandemia del Coronavirus». Solo espero que la semilla de esta tragedia germine dentro de todos nosotros y sus raíces sean fuertes y grandes y nos recuerden cada día la fragilidad del ser, la indefensión del humano frente a su entorno. Que la humildad te hace grande, que el miedo no es malo, te mantiene alerta y precavido y que el respeto es la base de la convivencia y de cualquier relación.
Comentarios